lunes, 22 de octubre de 2012



El drama sin atenuantes. Conversaciones de Néstor Sánchez y Carlos Riccardo
Carlos Riccardo
Letranómada, 2012
72 páginas
Por Juan Millonschik

El drama sin atenuantes es el título de las conversaciones que en 1989 mantuvieron Carlos Riccardo y Néstor Sánchez. Riccardo es uno de los escritores que se acercaron a Sánchez, conmovidos quizás por esa literatura donde la búsqueda de la verdad es tan absolutamente innegociable que no hay control sobre sus consecuencias.
Esa disyuntiva entre la sinceridad y las consecuencias que puede traer (hacerse nada, enfermar, perder la épica) recorre todo el libro: si Sánchez plantea que “es necesario preparar pacientemente, amorosamente, un estado de sinceridad irremisible”, es bueno preguntarse, como hace Riccardo, si no “se pasaría de inmediato a un estado de marginalidad irremisible”.
La pregunta no es abstracta, ni un juego, ni un ensayo. Porque Néstor Sánchez, después del éxito con sus primeras novelas, de haber sido recomendado por Cortázar y de casi formar parte de aquello que se llamó el boom latinoamericano, comenzó un proceso que lo llevó a desaparecer durante años. Se llegó a creerlo muerto, hasta que se supo que estaba en Nueva York durmiendo en plazas, autos viejos y consiguiendo apenas lo necesario para comer. Volvió a Buenos Aires en 1986: un hombre que creyó que viviría trescientos años y que tendría una tercera dentición, terminó en casa de su madre con una dentadura postiza y una de las obras más impresionantes de la literatura argentina. Y sin poder escribir más: había perdido la épica – según dijo.
La historia de vida de Néstor Sánchez genera un asombro tal, que la palabra “locura” suele acudir como un tranquilizante para quienes la sinceridad irremisible es demasiado incómoda. De manera similar, el efecto de su literatura es tan inquietante, tan insoportable, que es frecuente escuchar -de boca de quienes manejan una literatura domesticada, apresable en uno o dos conceptos de crítica literaria- acerca de su supuesta ilegibilidad. Dos caminos sin corazón, de esos que Don Juan Matus enseñaba a no recorrer. Caminos que se esconden del drama sin atenuantes, a saber: que la vida es tan breve que no hay tiempo de comprensión; que hacernos mejores en conducta, en mirada o en escritura, lleva mucho más tiempo que morirse (y es menos necesario).
Creo que habría que empezar, como señala Fiszman en el prólogo del libro, por volver a leer a Sánchez. Es difícil, sí. Pero hay que atender a esa preocupación suya por la muerte, por la escritura, por Dios, por la ciencia, por la astrología, por Gurdjieff, por el barrio y por el instante de consustanciación con el universo que hay en orinar a la intemperie mirando las estrellas. Y veamos quién sigue con la farsa de la resignación ante el drama sin atenuantes. Quién quiere seguir jugando a escribir una ficcioncita que crea en el progreso de la cultura, o en la acumulación de un saber. La pregunta que abrió Sánchez, la que me hago frente a él cada vez que lo leo, sigue siendo poco atendida: ¿cómo escribir un estado de sinceridad insoportable, absoluta, sin sucumbir a una marginalidad que nos aniquile la épica?

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