El
drama sin atenuantes. Conversaciones de Néstor Sánchez y Carlos Riccardo
Carlos
Riccardo
Letranómada,
2012
72
páginas
Por Juan Millonschik

Esa
disyuntiva entre la sinceridad y las consecuencias que puede traer (hacerse
nada, enfermar, perder la épica) recorre todo el libro: si Sánchez plantea que
“es necesario preparar pacientemente, amorosamente, un estado de sinceridad
irremisible”, es bueno preguntarse, como hace Riccardo, si no “se pasaría de
inmediato a un estado de marginalidad irremisible”.
La
pregunta no es abstracta, ni un juego, ni un ensayo. Porque Néstor Sánchez,
después del éxito con sus primeras novelas, de haber sido recomendado por
Cortázar y de casi formar parte de aquello que se llamó el boom
latinoamericano, comenzó un proceso que lo llevó a desaparecer durante años. Se
llegó a creerlo muerto, hasta que se supo que estaba en Nueva York durmiendo en
plazas, autos viejos y consiguiendo apenas lo necesario para comer. Volvió a
Buenos Aires en 1986: un hombre que creyó que viviría trescientos años y que
tendría una tercera dentición, terminó en casa de su madre con una dentadura
postiza y una de las obras más impresionantes de la literatura argentina. Y sin
poder escribir más: había perdido la épica – según dijo.
La
historia de vida de Néstor Sánchez genera un asombro tal, que la palabra
“locura” suele acudir como un tranquilizante para quienes la sinceridad
irremisible es demasiado incómoda. De manera similar, el efecto de su
literatura es tan inquietante, tan insoportable, que es frecuente escuchar -de
boca de quienes manejan una literatura domesticada, apresable en uno o dos
conceptos de crítica literaria- acerca de su supuesta ilegibilidad. Dos caminos
sin corazón, de esos que Don Juan Matus enseñaba a no recorrer. Caminos que se
esconden del drama sin atenuantes, a
saber: que la vida es tan breve que no hay tiempo de comprensión; que hacernos
mejores en conducta, en mirada o en escritura, lleva mucho más tiempo que
morirse (y es menos necesario).
Creo
que habría que empezar, como señala Fiszman en el prólogo del libro, por volver
a leer a Sánchez. Es difícil, sí. Pero hay que atender a esa preocupación suya
por la muerte, por la escritura, por Dios, por la ciencia, por la astrología,
por Gurdjieff, por el barrio y por el instante de consustanciación con el
universo que hay en orinar a la intemperie mirando las estrellas. Y veamos
quién sigue con la farsa de la resignación ante el drama sin atenuantes. Quién quiere seguir jugando a escribir una
ficcioncita que crea en el progreso
de la cultura, o en la acumulación de un saber. La pregunta que abrió Sánchez,
la que me hago frente a él cada vez que lo leo, sigue siendo poco atendida: ¿cómo
escribir un estado de sinceridad insoportable, absoluta, sin sucumbir a una
marginalidad que nos aniquile la épica?
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