Glaxo
Hernán Ronsino
Eterna Cadencia. 2009
96 págs.
Por Juan Millonschik
La verdad sola no redime
En un overo rosado, por las tardecitas, sale a
cabalgar el comisario Ramón Folcada. Hernán Ronsino no esquiva ni la tradición
literaria ni la historia argentina. Da comienzo a su novela con un epígrafe
fulmíneo de Operación masacre y pone
a uno de los responsables directos de los fusilamientos de José León Suárez a
refugiar su crimen en un pueblito de esos construidos a la vera de un ferrocarril
cuyas vías empezaron a ser levantadas tras el golpe del ’55.
Medio western, telúrico, algo policial y
faulkneriano, a Glaxo, como al libro
de Walsh, no le termina de caber ninguno de esos motes que tanto agradan a los
taxónomos de la literatura. Tras pocas páginas entendemos que, tarde o
temprano, se narrará un crimen. Y tendremos cuatro acercamientos muy personales
a él, en cuatro épocas distintas, brindados por cada uno de los narradores:
Vardemann, 1973; Bicho Souza, 1984; Miguelito Barrios, 1966; Folcada, 1959.
Pero descubrir ese crimen es una minucia frente a todo lo demás que nos brindan
las voces de los narradores.
En general, la novela se va acercando cada vez más hacia
el pasado hasta llegar al relato de Folcada, el comisario criminal. Sin
embargo, decir que Folcada es el comisario criminal no arruina ningún enigma,
por varias razones. En primer lugar, porque –repito- no estamos ante una novela
policial. En segundo, porque con ese epígrafe de Walsh y esta historia
argentina, “comisario criminal” no es una expresión enigmática -ni un oxímoron.
Por último, porque el interés no consiste en llegar al crimen. Lo que importa,
en cambio, es cómo se organiza lo que pasó después. Es decir, cómo se
descompone la experiencia a medida que los narradores se alejan, tanto en el
tiempo como en el grado de responsabilidad que tuvieron en el crimen. Todos
saben la verdad, pero la intriga es qué hacemos con ella. Está en palabras del
Bicho Souza, el más alejado: “Sí, me dice Montes, eso me dijo ella después.
Cómo después, digo. Sí, después, me dice, y vuelve, el desgraciado, a
capturarme con su relato”.
En la literatura argentina, el overo rosado no es un
caballo cualquiera: desde que Estanislao Del Campo montó a un personaje del Fausto criollo sobre uno, el improbable
animal se ha convertido en una de las mayores piedras de toque del debate sobre
la representación de la realidad. Rafael Hernández y Leopoldo Lugones
impugnaron la existencia de un caballo con semejante pelaje en el poema y Jorge
Luis Borges la salvó señalando algo que todos parecían haber olvidado: todo
arte es convencional. Es decir, la literatura nunca refleja la realidad, sino
que opera con ella de diversas maneras, de acuerdo a convenciones genéricas,
individuales, nacionales y de época, entre otras. El lenguaje nunca toca las
cosas, pero da forma a nuestra relación con ellas. Y entonces, Hernán Ronsino
monta sobre un overo rosado a Ramón Folcada, la continuidad ficcional de uno de
los responsables de los fusilamientos de José León Suárez, y nos obliga a
pensar nuestra relación con la violencia política que marca a fuego a la
historia argentina. ¿Es del orden de lo real o de la ficción que haya un
fusilado que vive?, nos preguntábamos ante Operación
Masacre. ¿Y que el tipo que lo intentó fusilar pase el resto de sus días
como comisario de un pueblo?, ¿que siga delinquiendo, impune?, ¿qué todos lo
sepamos?, nos preguntamos ante Glaxo.
Ronsino se hace cargo de las convenciones literarias
y de la criminal historia argentinas y produce sentido con ambas. Sí, todo arte
es convencional: Folcada monta un overo rosado y duerme con una morena que se
parece a la Marilyn Monroe o a la Tita Merello. Sí, la historia argentina es
violenta: Folcada se lo grita a un mormón yanqui que está aterrado en un
cañaveral pampeano y no entiende ni una palabra de lo que está escuchando: “Y
porque fallé esa noche en el basural de Suárez quedó vivo ese negro peronista.
Y ahora hay un libro. En ese libro no me nombran. Cuentan de qué manera se
salvó. Se salvó de la masacre. Porque la llaman masacre. Pero ese hijo de puta
lo que no sabe es que se salvó porque yo fallé. Y por ese error yo estoy ahora
acá, en este pueblo de mierda”. Pero, si bien la operación con ambas series es
fundamental, Glaxo no se clausura en
ella. Trabaja con la tradición literaria y denuncia la criminalidad de la
historia, pero también hace algo más.
Mucho más. Algo difícil de entender; porque es
literatura y porque es verdad. Y difícil de explicar; porque los intérpretes
son aún más inútiles que los taxónomos. Pero está en algo de lo que va pasando
a medida que nos alejamos de los crímenes. En el cine del pueblito, donde pasan
un western, Last train from Gun Hill
(Último tren de Gun Hill), que los
pibes representan luego para jugar. En esa película, un sheriff cómplice le
avisaba a un colega incorruptible: “dentro de cuarenta años crecerán las mismas
plantas sobre nuestras tumbas y nadie sabrá que fui cobarde y usted murió por
defender la justicia”. El western siempre tiene un Kirk Douglas que tarde o
temprano desmiente al cómplice y pone las cosas en su justo lugar. Pero al
pueblo de la Glaxo
no llegó. En venganza por una traición que no cometió, a Vardemann le hacen
pagar sentencia por un asesinato que tampoco cometió. Apenas, el peluquero
Vardemann imita torpemente la pose de Kirk Douglas, forma con sus dedos una
imaginaria pistola y la apunta contra uno de los verdaderos criminales… por
convención o por historia, en estos pagos la justicia suele ser del orden de la
ficción.
Es curioso que la traducción francesa y la alemana
no toleren el título de la novela. “Glaxo” apenas remite a un pueblito nombrado
por cierta industria que le da movimiento y define su frontera con el campo. Una
frontera similar a aquella en la cual transcurrió esa escena en que un paisano,
sobre un overo rosado, se cruzó con otro que le contó una versión muy singular
–una versión criolla- de la historia de Fausto. Pero, sobre todo, es un título sin
épica. Como la justicia argentina. Inentendible y, por eso, intolerable. Como “el
recuerdo de un tajo, irremediable, en la tierra”. Glaxo obliga a experimentar la imposibilidad de un western criollo,
la opresión cotidiana de la impunidad. Lo que no se puede interpretar. Es
demasiado afuera y se traduce –más cerca de la película norteamericana- como Dernier train pour Buenos Aires y Letzter Zug nach Buenos Aires; quizás
porque un western criollo promete más paz. Pero la paz es más irreal que un
overo rosado y el peluquero de pueblo Vardemann, nuestro Kirk Douglas, no puede
desmentir al comisario. ¡Todos saben la verdad! Pero la intriga que nos captura
es cómo, mientras un grupo de operarios se lleva para siempre las vías del
ferrocarril, los pelos de todo el pueblo (justos, cobardes, cómplices o
criminales) siguen mezclándose con el barro sobre el piso de la peluquería de
la víctima.